
Cuidar, conservar, mantener,
habitar los escenarios que nos han ido acompañando en la
vida es proteger la memoria contra las inclemencias del
tiempo que se conjura para alejarnos de nosotros mismos,
tanto individual como colectivamente.
Venimos de lo que fuimos, pero
también de donde estuvimos, de lo que nos acogió y nos
rodeó, de todos esos escenarios íntimos – a veces hasta
secretos –, y también familiares y comunitarios, que han ido
alimentando nuestras experiencias y nuestros cinco sentidos:
el de la vista, el del olfato, el del gusto, el del oído, el
del tacto. Somos hijos e hijas de los lugares que nos vieron
nacer y crecer, que nos acompañaron en nuestras peripecias
personales, en nuestros descubrimientos, en nuestras
vivencias gozosas y dolorosas. Todos esos lugares forman
parte insoslayable de la materia de la que se nutren
nuestros recuerdos, son proveedores y cómplices del legado
que recibimos de aquellos a quienes recordamos, y que
dejaremos a quienes nos recordarán.
Cuidar, conservar, mantener,
habitar esos lugares es cuidar, conservar, mantener, habitar
nuestra memoria, y la memoria de quienes nos precedieron, y
la memoria de quienes nos sobrevivan. Descuidarlos,
destruirlos, vaciarlos, deshabitarlos, olvidarlos es apagar
los rescoldos de cada tiempo vivido, mutilar ese tiempo que
es siempre un privilegio compartir con quienes lo vivieron
antes que nosotros, y con quienes lo vivirán en días
futuros. Una ruina, una oquedad, una vulgaridad, una
extravagancia, una mamarrachada, o incluso una brillante
virguería si es intrusa e innecesaria, no son sólo un
atentado contra la morfología cristalizada y cordial de una
ciudad, sino también un atentado contra la hospitalidad que
los habitantes de una ciudad nos debemos a nosotros mismos,
un atentado contra la más emocionante cercanía que puede
haber entre una ciudad y quienes viven en ella, y quienes la
visitan y la recuerdan.
La modernidad es una
bendición, y no es incompatible con la protección de nuestro
entorno y nuestro patrimonio histórico, arquitectónico,
urbanístico, comunitario, hogareño. Todos debemos
preocuparnos de que en nuestra ciudad se instale un diálogo
fluido y enriquecedor, benéfico, entre lo que hemos heredado
y lo que estamos actualizando y construyendo para que vivir
en comunidad resulte lo más cómodo, práctico, higiénico y
agradable posible, dentro de lo que permitan los recursos
disponibles. Pero para que ese diálogo acogedor y fértil se
produzca y perdure es imprescindible que no se asfixie –
por desidia o por actuaciones facilonas, codiciosas o
desaprensivas – la voz de esa ciudad heredada, su palabra,
sus gesto, su olor, su luz, su sonido, su sabor, su tacto. O
dicho de una manera más de andar por casa: su personalidad
de toda la vida. Por eso es tan emocionante, y tan admirable
y digno de gratitud, la decisión y el mimo con que han
defendido esa voz, esa imagen y esa personalidad de la
ciudad heredada los propietarios o responsables de los
edificios premiados este año, y de los premiados en años
anteriores, y de todos los seleccionados, año tras año, para
estos premios del Aula Gerión.
Además,
para alguien que, como yo, se dedica con movediza
perseverancia y con la benevolencia de un puñado de lectores
a escribir – o sea, a reconstruir muchas veces, para mí y
para otros, los lugares y sus bullicios depositados en mi
memoria – resulta particularmente gratificante saber y
comprobar que muchos de esos edificios, de esos interiores,
gran parte de esa cartografía urbana y sentimental que a mí
me ha servido para reedificar el pasado, para resucitarlo a
través de la palabra y de la narración, está siendo cuidada,
conservada o recuperada y que, gracias a ello, puedo seguir
reconociendo la ciudad y las huellas que en la ciudad han
ido dejando, aunque sólo sea para mí, no ya sólo lo que en
ella he vivido, sino lo que en ella he imaginado, soñado,
deseado y añorado. Todo lo que en ella he aprendido. Todo lo
que en ella me ha reconfortado, dolido, conmovido,
divertido, irritado y seducido.
Esa ciudad reconocible está
llena de historias, de personajes, de palabras, de
experiencias visuales, auditivas, olfativas, gustativas,
táctiles: con todo ello, y con los ingenios del oficio
literario, un escritor describe y cuenta su ciudad. Muchas
veces, para un escritor ni siquiera es necesario conocer
perfectamente bien los lugares que elige como escenarios de
sus historias, porque la fascinación y la imaginación son
mucho más poderosas que la escueta realidad. Con frecuencia,
incluso, el escritor, el narrador, disfraza o modifica todo
lo que le sirve de soporte y referencia espacial, verbal o
sensorial. Pero saber y recordar que todos esos puntos de
referencia – una casa, un chalet, una bodega, una fachada
memorable – se mantienen en pie, y están cuidados y vividos,
es una hermosa terapia contra los desánimos causados por la
voracidad del tiempo.
Soy consciente de que también
la ruina y la pérdida alientan, cuando caen en manos del
talento, la mejor literatura. Pero, en términos literarios,
no sólo la congoja es digna de celebración. Un edificio
herido y maltratado debe inspirar compasión y protesta, y un
edificio respetado y conservado para la vida de la ciudad
debe animar a la satisfacción y al reconocimiento. Todas son
emociones nobles. Pero la satisfacción y el reconocimiento
por el cuidado del patrimonio común tienen una dimensión
cívica, ética, moral que despliega la bendita virtud de
reconfortarnos.
Por supuesto, nadie quiere una
ciudad embalsamada. Queremos y agradecemos una ciudad
sostenida por la armonía, el respeto y la solidaridad. De
esa armonía urbana, de ese respeto ciudadano, de esa
solidaridad son ejemplo a imitar todos los que han ganado
estos premios, y todos los que lo merecen aunque aún no los
hayan ganado.